Hubo una vez,
Un restaurante.
Una mesa circular, un tanto pequeña, dos sillas, que a distancia indicaban su destino efímero mas, importante.
Música tenue, luz tenue, las velas tintineando, los dos, sentándonos, no sin antes retirar mi abrigo, no por cortesía, sino por estar un momento cerca a mí antes de sentarnos uno frente al otro.
Reposados, nos miramos, te sonrío, tengo un encantador labial rojo puesto, el pelo lacio en un moño alto, y tú, tú no existes.
Sonrío igual, y esa mujer alta que nunca describí pero imaginé, debe estar en algún lugar del mundo, sentándose en una velada fantástica, un instante de felicidad, un momento de cortejo que se desvanecerá, y significará lo que tuvo que significar. El desenlace incógnito.
Esa mujer de vestido melon de seda, no soy yo. No soy yo porque cuando sonrío sólo me miro yo. Cuando avanzo, no tengo descanso. Cuando soy feliz y plena estoy solo conmigo misma. No existe ese sujeto en un traje que me recoge el saco solo para acercarse mas de la cuenta que permito por un lapso considerable.
Tan sólo existe esa realidad en mi imaginación juguetona.
Todos están mirando esas mujeres de Instagram. No hay tiempo para mirar a las que preferimos andar sigilosas, hechando raíces por dentro. Sí el mundo es gigante. No alcanzará jamás el tiempo para contemplar a todas o todos y aun así, eso no es lo que valdrá cuando cesemos de existir. Porque lo físico se va, se deteriora, tan sólo recordaremos las vidas que nos tocaron, las vidas que impactamos, las personas que conocimos a profundidad, las conexiones que tuvimos.
Para mí, no hay mayor paz que el amor a mí misma. No aburrirme de mí, admirarme, lo único en mi existencia perfecta que requiero es La Paz y la alegría.